Los incursores

Mary Norton: Los incursores. Barcelona: Blackie Books, 2015. 337 pp.

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En 1952 Mary Norton creó una obra maestra de la literatura infantil y juvenil. Hoy la vuelve a publicar Blackie Books en la clásica traducción de Héctor Silva, tres décadas después de su anterior edición en España, entonces en la editorial Altea. El volumen contiene en realidad las dos primeras obras de la serie: Los incursores y Los incursores en el campo.

¿Y quiénes son los incursores? Son seres parecidos en todo a los humanos, pero que miden aproximadamente diez centímetros, tienen las manos y los pies un poco más grandes (en comparación) que nosotros, para poder trepar con habilidad, y se dedican a incursionar en nuestras casas para proveerse de todo lo que necesitan… sin que nos demos cuenta. ¿Recuerdan si alguna vez les sucedió que habían dejado un lápiz en un sitio y al día siguiente, cuando han ido a buscarlo, por mucho que buscasen no aparecía? Ya saben: es probable que un incursor esté ahora mismo escribiendo una hoja de su diario con él, bajo sus pies, en el hueco del falso techo del vecino.

Los incursores narra la vida de Arriety Clock y su familia en el viejo caserón de Firbank Hall. Su existencia tranquila y solitaria cambia cuando un niño «serumano» (así nos llaman los incursores) les descubre habitando en un hueco bajo el suelo de la cocina. Al mismo tiempo es el relato de la llegada a la madurez de la adolescente protagonista, su emancipación de las ideas de sus padres, su ansia de descubrir el mundo por ella misma. Los incursores en el campo relata una aventura aún más trepidante: la huida de la familia al mundo exterior y su búsqueda de un nuevo hogar. La vida a la intemperie tendrá para Arriety una buena cantidad de alicientes, pero también muchos sinsabores y peligros que acecharán a toda la familia. Aquí la adolescente crecerá hasta hacerse heroína, dispuesta a sobrevivir y a salvar a sus padres, aunque su curiosidad a veces les meta en algún lío. Pero su idealismo y ansia de libertad están incluso por encima de la muerte: «mejor el hurón que la jaula», llega a exclamar.

Es curioso ver cómo muchas grandes obras de la literatura inglesa tienen su génesis en un mismo núcleo: un agujero que conecta el mundo real y cotidiano del mundo de la fantasía. La madriguera en el suelo de Alicia, el armario sin fondo de C. S. Lewis, «a hole in the ground» en El hobbit… «Y debajo de aquel reloj, bajo el friso, había un agujero…» leemos en Los incursores, justo en esa magistral transición de narrador entre los capítulos 1 y 2. Intorduciéndonos por este agujero en un mundo ignorado, la autora nos presenta también un genial cambio de punto de vista, que a los teóricos de la creatividad como Gianni Rodari les haría babear: «Creían que los seres humanos habían sido inventados simplemente para hacer el trabajo pesado, grandes esclavos puestos a su disposición»; de ellos se aprovechan con el fin de conseguir lo que necesitan para amueblar sus casas, cocinar y divertirse, igual que nosotros pensamos lo mismo de las plantas, los cerdos y ovejas, y las montañas. Solo esta inversión (¿subversión?) de perspectiva hace que merezca la pena el libro.

Nos hemos quedado con las ganas de que el traductor hubiera inventado nombres en castellano para las familias de incursores, pues así hubieran tenido tanta gracia como en inglés. Cada familia adopta el nombre del lugar en el que está la entrada a su vivienda: los Reloj (Clock), los Fregadero (Sink), los Escobero (Broom-Cupboard), los Canalón (Rain-Pipe), etc. Sí, hubiera sido una buena forma de acercarnos al modo de vida incursor, pues ni siquiera los estudiantes seudobilingües de hoy son capaces de entender esos juegos de palabras (ni mucho menos de desentrañar el juego en las pp. 276-277 entre Horrible y Terrible).

La obra es verdaderamente una delicia, narrada con un estilo trabajadísimo, delicado y agudo. Presten atención al diálogo que enmarca el comienzo de la historia, en que la niña Kate intenta tirar de la lengua a la señora May para que le cuente lo que sabe de esos seres diminutos que viven en las casas grandes y ordenadas, y la señora May hace todo lo posible por dosificar la información y aumentar la intriga y las ansias de la niña (y de nosotros, lectores) por obtener respuestas:

—[…] Después fui yo allí también. Era una casa extraña, vieja… […] Será mejor que enciendas la lámpara —dijo.

—Todavía no —rogó Kate, inclinándose hacia delante—. Sigue, por favor. Cuéntame.

—Pero si te he contado…

—No. Aquella vieja casa… ¿No fue allí donde él vio… vio…?

La señora May se echó a reír.

—¿Donde vio a los incursores? Sí, eso es lo que nos contó…, lo que quiso hacernos creer. Y más aún, parece que no solamente los vio, sino que llegó a conocerlos bastante; que en cierto modo pasó a compartir su vida; en realidad, casi se diría que se convirtió él mismo en un incursor…

—Oh, cuéntame, por favor. Trata de recordar. ¡Desde el principio!

—Pero si lo recuerdo muy bien… —dijo la señora May—. Curiosamente, lo recuerdo mejor que muchas cosas reales que han ocurrido. Tal vez fuera algo real. De veras no lo sé. Verás, durante el regreso a la India […].

Le encantaba a Norton esta sombra de duda continuada sobre la veracidad de su ficción.

Muchos libros del siglo pasado envejecen mal. No es el caso de éste: con su personaje femenino en busca continua de aventuras y libertad resulta más actual que nunca. Su vida familiar está teñida, es cierto, por unas normas en buena medida patriarcales; pero, vaya, en el siglo XXI también hay machismo, y la autora no parece estar muy de acuerdo con eso. El Studio Ghibli, de mano de Hiromasha Yonebayashi (con guion de Miyazaki) llevó al cine en 2010 su historia, en Arriety y el mundo de los diminutos, una joya de la animación japonesa; tan para los niños de hoy como el propio libro en que se basa.