La lección de August

R. J. Palacio: La lección de August (Wonder). Barcelona: Penguin Random House (Nube de Tinta), 2012. 414 pp.

9780804171120

A menudo me siento contrario a las estrategias de los grupos editoriales grandes, y empatizo con la lucha callada y honda de las editoriales pequeñas que cuidan artesanalmente su catálogo. Es el prurito de viejo filólogo que machaconea a mi oído el viejo adagio: «las ventas de un libro y la calidad no suelen ir acordes».

Entenderán con ello que abrí La lección de August sin mucha esperanza y con menos convencimiento. Esperaba encontrar un libro facilón, con su estilo hiperadjetivado, su toque melodramático con calzador, su pretenciosidad, su moralina. En este tipo de libros no suelo perseverar más de dos páginas.

Pero no sucedió lo esperado. Me encontré que, pese a las ventas y las continuaciones (la serie ya tiene cuatro libros), La lección de August tiene una prosa que fluye con naturalidad, está salpicada de bromas no demasiado ingenuas y camina argumentalmente en una dirección clara. Es, sí, un libro que insiste mucho en la psicología adolescente, pero está bien captada la etapa: la ambivalencia hacia los padres («no me beses en público»… pero «necesito contarte un problema»), el pretender ser mayor antes de tiempo, el no jugar ya a juegos de antes pero darte cuenta de que sigues creyendo cuentos que te han contado en la infancia… Es cierto, sí, que el libro lleva por bandera la educación emocional, y ostenta el objetivo claro de echar por tierra el acoso escolar, ensalzando los valores de tolerancia, amistad y amabilidad. Pero esas dosis de moraleja están bien compensadas con unos personajes muy creíbles y una biografía del protagonista (August) que permite empatizar muy fácilmente con él.

August es presentado como un niño normal. Pero no lo es en absoluto. Toda la novela está marcada por su defecto físico: una disostosis mandíbulo-facial (háganse una idea buscando fotos en la red) con un par de componentes genéticos añadidos, que dan como resultado una cara disforme y repulsiva.

August ha de recorrer en 400 páginas el camino que va desde el rechazo social de los compañeros de su nuevo colegio hasta la meta de la integración. Pero no parece nada fácil que vaya a conseguirlo. A su favor cuenta con sus padres y su hermana Via, y también con Jack y con Summer y algunos más: compañeros de clase que se irán dando cuenta de que August es mucho más que un rostro feo. Y en su contra están algunos otros niños del colegio, la crueldad de esas edades, el egoísmo de algunas familias que ven amenazada su existencia complaciente, y todo el friso de desconocidos que no pueden o quieren ver más allá de las facciones de su cara.

Según nos cuenta la misma autora, el detonante del libro fue una experiencia propia que nos narra, trasplantada a uno de los personajes, en las páginas 190 y ss. Un día, tomando un helado en la calle, su hijo de 3 años vio a una niña deforme sentada a su lado en el banco; el hijo reaccionó como reaccionaría cualquier niño de su edad, pero la autora quiso evitar que la niña se sintiera herida y, torpe y apresuradamente, quiso marcharse, con lo que acabó generando mucho más revuelo y reconcomiéndose luego al preguntarse cómo se habría sentido la niña  del banco al percibir que la gente huía de ella. Esta sensación de extrañeza y culpabilidad se puede ver que recorre toda la novela: el ser incapaces de actuar con naturalidad ante un defecto físico de otra persona, y cómo esta lo percibe dolorosamente.

Más allá del conflicto de la cara de August, el argumento del libro podría ser el de una serie de televisión de instituto norteamericano: los detalles del día a día en clase, las manías y bondades de algunos profesores, los bandos de amigos (los populares, los deportistas, los flipados del rol…), las parejas de novios, etc. En este sentido se echa de menos algún otro conflicto importante que mueva la acción, análogo al que sucede hacia el final en una excursión de los chicos (y que no vamos a desvelar aquí). Sin embargo, hay dos alicientes que resultan bastante entretenidos. El primero de ellos es el cambio de voz narradora: cada parte del libro está contada desde la óptica de uno de los personajes (August, su hermana Via, su amiga Summer, su amigo Jack, el novio de su hermana Julian…), a veces refiriéndose al mismo suceso desde distintas ópticas, y esa «polifonía» del relato tiene en consideración al lector inteligente. El segundo aliciente es el «mundo pop». La novela está plagada de referentes a nuestra cultura de masas, y bástenos con enumerar, por orden de aparición, una quinta parte: zapatillas Adidas, la X-Box, Darth Vader (La guerra de las galaxias en general copa el top 10 de referencias), El jinete del dragón, Mr T (M. A. en España), las zapatillas Crocs, Jimmy Neutrón, la Wii, Harry Potter, El Hobbit, el perro Canito, eBay, El mago de Oz, El diario de Greg, etcétera. El apocalíptico que todos llevamos dentro me gritaba al oído que semejante complacencia en la cultura consumista (por mucho que hubiera libros entre sus productos) no podía ser buena, y que la misma obra carecía de universalidad, rasgo imprescindible de todo buen libro; pero el integrado que vive también en mí me decía que seguramente el gusto adolescente encuentra muy real y estimulante que se hable de tales cosas en un libro.

La lección de August, en definitiva, es un buen libro para adolescentes. Se divertirán, se socializarán en los valores de nuestra cultura y leerán una obra escrita por unos dedos que saben lo que hacen e imitan a buenos escritores. Yo me quedo con el capítulo «La mesa del verano» (pp. 75 y ss.), que es una preciosa escena de amistad, una lección de pensamiento creativo y al mismo tiempo la presentación de ese delicioso personaje secundario que es Summer, la niña que hubiera querido ser la autora… y uno mismo.