La familia de la vajilla impar

La familia de la vajilla impar

Catalina González Vilar (texto), Isabel Hojas (ilustraciones): La familia de la vajilla impar. Zaragoza: Edelvives, 2016, 40 pp.

  

Leí hace un tiempo un artículo de Marta Rebón que hablaba del Kintsugi y lo definía como una técnica centenaria japonesa que consistía en reparar las piezas de cerámica rotas, pero que ha llegado a convertirse en una filosofía de vida. Poco después llegó a mis manos La familia de la vajilla impar, que se había alzado con el V Premio Internacional Álbum Ilustrado de Edelvives. Nada más empezar a hojearlo, vi la conexión.

La obra nos presenta el hogar de una familia donde “las tazas, copas y cucharas andan siempre desparejadas” y a partir de aquí se lanza a hacer inventario de lo que hay (o más bien de lo que queda) en el armario donde se guarda la vajilla. Donde normalmente conviven y se entrelazan dos mensajes, el del autor y el ilustrador, se ha colado esta vez un tercer actor: una especie de editor que ha ido introduciendo correcciones con boli azul a las palabras de la historia. Donde parecía que había seis tazas de desayuno, nos informa de que ya solo son tres; ya no quedan nueve cucharas hondas, sino siete; las copas de cristal han bajado de catorce a trece y los dos fruteros de porcelana se convirtieron en solo uno… o más bien ninguno ya. No se pierdan tampoco las guardas, no tienen desperdicio.

Las ilustraciones se entrelazan a las mil maravillas con las palabras; juntas nos cuentan qué ha sido de cada uno de los cacharros desaparecidos y por qué la ilustre vajilla, regalo de bodas de la abuela Casandra, anda ya tan corta de efectivos. Y lo que ha sucedido ha sido algo tan tremendo, tan terrible, tan destructivo… como el día a día de cualquier familia normal. Cumpleaños, celebraciones, enfados, accidentes, despistes… La familia de la vajilla impar se ha dedicado a vivir, a compartir anécdotas e historias, y a romper o extraviar poco a poco cuencos, copas y ensaladeras. Como debe ser, vamos.

Ahora lo tienen todo desparejado, qué maravilla. Tienen pruebas y recuerdos de muchos de sus momentos más felices (y más tristes, también) gracias a las cicatrices de sus platos. Como cuando volvías a casa con las rodillas ensangrentadas; menudo golpe… ¡pero menuda historia!