El príncipe que todo lo aprendió en los libros

El príncipe que todo lo aprendió en los libros

Jacinto Benavente: El príncipe que todo lo aprendió en los libros. Barcelona: Juventud, 2010. 89 pp.

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Imaginen a un príncipe que se cree un príncipe azul, de esos que salen en los cuentos. Un príncipe, claro, que ha leído muchos cuentos. Imagínense que tiene que hacer un viaje para aprender de la vida (al estilo de otros príncipes de la tradición literaria, como la leyenda de Buda o lo narrado en nuestro Barlaam y Josafat), y que en ese viaje todo lo trabuca por seres fantasiosos y situaciones como las que ha leído en sus libros de cuentos. Una vieja es un hada madrina, un señor gruñón y gordo es un ogro, la hija menor de un rey (no hagamos comparaciones con el momento presente) es la mejor princesa posible, etc.Este Príncipe de Benavente es un quijote de los cuentos maravillosos populares. Ha perdido la cabeza completamente, pero sus dos acompañantes en el viaje, un preceptor y un criado, no son mucho más sensatos que él. Con un estilo tan simbolista como era el teatro de la época, el Preceptor encarna la ciencia y la erudición inútil, caracterizada por la elucubración y la inacción, y es un personaje que a mitad de la obra se nos sienta en una piedra a observar cómo se van desarrollando los acontecimientos. El criado, Tonino, es el contrapunto realista, un «gracioso» de la comedia áurea española, comilón y pragmático.Benavente fue enlazando en el argumento «topicazos» de los cuentos populares, pero a veces lo hizo con mucha gracia, como el diálogo de las hijas del rey Chuchurumbé, que terminan con una versión de la canción infantil «Al alimón, al alimón, / el puente se ha caído», y con el «este era un rey que tenía tres hijas»… Un poco después, la Vieja les plantea tres enigmas muy interesantes, que servirán para elegir con cuál de ellas debería casarse el Príncipe, y que lograrán sacarle de su ceguera fantasiosa.El final ofrece una satisfactoria vuelta de tuerca, pues se intenta defender que el Príncipe no estaba tan loco (igual que don Quijote resultó estar al final más cuerdo que muchos otros): los cuentos no ofrecen una verdad literal aplicable directamente a la vida, pero sí pueden transponer «su verdad» a la vida. Así, resulta que el señor gruñón y gordo parece bastante un ogro, la vieja es buena como un hada madrina, y la hija menor del rey… vaya, esa no es tampoco aquí la mejor princesa posible. El monólgo final del Príncipe es magnífico:

Aprendí que es preciso soñar cosas bellas para realizar cosas buenas… ¡Gloria a mis cuentos de hadas! ¡No maldeciré nunca de ellos! ¡Felices los que saben hacer de su vida un bello cuento!

No hay muchos premios Nobel de literatura que hayan escrito libros para niños. Sí es el caso de Jacinto Benavente, hombre de teatro de arriba abajo, que no solo es autor de esta obrita, sino que además en 1909 sacó adelante una iniciativa excéntrica para su tiempo: fundó el Teatro de los Niños, en Madrid, junto con el polifacético Gregorio Martínez Sierra; una especie de precursor de los festivales teatrales para público infantil de hoy en día. No logró mucho éxito, es cierto, pero asumamos esa visión constructiva y constructivista de la vida que nos dice que un error no es un camino muerto, sino un paso en una dirección. Es posible que sin Benavente no tuviéramos el teatro infantil que poseemos ahora, por lo que supuso de emprendimiento y referente durante las décadas posteriores.
Como el teatro no es para leerlo, sino para verlo sobre las tablas (y más un clásico infantil como este), esperemos que esta reedición de la Editorial Juventud sirva a muchas compañías para realizar este propósito.