El iglú

Jesús López Moya (autor) y Zuriñe Aguirre (ilustradora): El iglú. Madrid: Booklia, 2017. 32 pp.


Un iglú tapiado, sin puertas ni ventanas al exterior, aparece un lunes cualquier en medio del camino a la escuela. Toda la gente del pueblo que se topa con él se hace las peguntas lógicas ante la intromisión de ese objeto descontextualizado: ¿qué? ¿cómo? ¿cuándo? ¿por qué? Sin embargo, y no es casualidad, nadie se pregunta “¿quién?”. Ahí recae todo el meollo de la historia. Dentro del iglú, aislados del exterior, sin ver, ni oír nada, se encuentra una familia completa. Podría ser un argumento de una novela de Kafka, pero es el modo en que el texto de Jesús López Moya y las ilustraciones de Zuriñe Aguirre, tienen de contarles a los niños la deshumanización, la casi “cosificación” con la frecuentemente el mundo adulto trata a “los otros”; independientemente de quienes sea exactamente esos “otros”. Esta indefinición es uno de los grandes hallazgos de este álbum ilustrado. Que los que viven dentro del iglú tengan los mismos rasgos que los que lo miran atónitos fuera, deslocaliza el conflicto presenta hasta hacerlo universal. ¿De qué “pecado” nos habla El iglú?, ¿del racismo?, ¿del clasismo?, ¿del machismo? ¡De todos y de ninguno en concreto! Eso es lo bueno. Moverse en esta ambigüedad buscada multiplica las posibilidades de reflexión, de impacto, que nos propone El iglú. El álbum trata de la impiedad en general de unos con otros, pero sobre todo con el que, por cualquier motivo, es un tanto distinto a nosotros, el que ha salido “de otro sitio”. Del triste camino que lleva del estupor a la indiferencia sin que, en ningún momento (menos el niño de Primero que mira por la ventana), los personajes se detengan a pensar de manera auténtica, yendo más allá del tópico, con verdadera humanidad. Tal vez por eso esta obra no tiene protagonistas. No hay nombres propios. Es una gran colectividad. Nuestra colectividad. El mundo que estamos construyendo.
Sin embargo, la ambigüedad y la indefinición que consideramos muy eficaz para el sentido general de la obra, se nos vuelve un poco oscura en la aplicación (y explicación) de los símbolos a través de los que se construye o con los que pretende (pensamos) potenciar su sentido esencial. Empezando por el que le da título a la obra. ¿Por qué un iglú? ¿Por qué es frío? ¿Por qué es algo ajeno a nuestro entorno? Sin embargo, en el mapa final también hay iglús en Groenlandia y allí no son un objeto deslocalizado, podría pensar un pequeño lector… Por otro lado, ¿por qué no transcurre el tiempo en el reloj de colegio (siempre son las 14:29)? o ¿por qué hay dos tamaños de fuente tipográfica en algunas páginas? ¿qué se está buscando transmitir con estos detalles? Ni nosotros, ni nuestro pequeños lectores, sabemos extraerle el sentido profundo…
Por otro lado, el final seco, rotundo, de “la vida continúa”, sin duda apoya la ambientación siniestra de la historia, aunque la tragedia se masca cuando una atiende a las guardas traseras del libro y ve que del iglú solo queda un charco… donde aún se puede contemplar a la familia que antes lo habitaba. Nos preguntamos si para la intención del libro, y teniendo en cuenta sus destinatarios ideales, este final tan kafkiano no provoca precisamente en los niños lo que busca criticar la historia en general: la indiferencia. No es una tragedia explícita, que puede generar esa catarsis a la que los niños sueles ser muy sensibles; sino que todo queda… como en suspenso (a pesar de la «moraleja» que contienen las ultimas páginas, dirigida más a la conciencia del público adulto que a la sensibilidiad infantil). De tal manera que los lectores, al cerrar el libro, pueden olvidar enseguida la invitación a hacerse preguntas y dejar también ellos a la familia encerrada… en la última página. Nos preguntamos desde nuestra ignorancia si no habría sido más eficaz para el propósito de la historia, para su trascendencia, un happy ending (y mira que no solemos ser partidarios cuando supone el final fácil). Claramente se busca que el pequeño lector se identifique con el niño de Primero que sí se hace las preguntas correctas. Por eso, hacer que él tenga un papel trascendental en el rescate de la familia, que un niño pequeño (¡de Primero!) sea capaz de ver y de actuar por encima de los adultos, supone no solo dignificar las posibilidades de la infancia, sino insuflar energía para que los pequeños, de verdad, se lleven con ellos el mensaje e inicien el cambio del mundo. Suponemos que es lo que, en definitiva, pretende este libro. Un más que loable objetivo.