Dejemos tranquilas a las criaturas

ESCENA I

Dentro, vía grupo de Whatsapp, colaboradores de Literatil

PERSONA 1                        Amigos, Día del Niño hoy. Ideas para publicar en redes o en blog?

PERSONA 2                        El punto (de Peter H. Reynolds) forever.

PERSONA 3                        Propongo apología de la literatura como fin en sí mismo y que dejen tranquilas a las criaturas con aprendizajes paralelos, transversales e intergalácticos.

PERSONA 4                        Anda! Pon una foto de la comunión y no seas tan guerrillera que te va a dar un parrus ;P

PERSONA 3                        GIF de niña furiosa agitando un peine morado con cara de querer asesinar a mediadores incautos.

 

ESCENA II

Persona 3 entra por la puerta de casa y va directa al ordenador.

PERSONA 3                     Me encantaría escribir esto en verso, pero mi incapacidad para rimar me aconseja que no lo haga (recientemente me pidieron una rima para cotilla y lo mejor que me salió fue escobilla; creo que no era la respuesta buscada). Pero me ha entrado la necesidad de gritar un poquito al aire. Aunque una chille para sus adentros, pero el rugido queda ahí.

El caso es que llevo tiempo retroalimentándome gracias a leer y a escuchar a gente estupenda y maravillosa que puebla la LIJ. Ellen Duthie con su charla sobre “libros a partir de los que” y no “libros para”, Lara Meana con su “leer no sirve para nada… y sirve para todo”, Ana Garralón y sus maravillosas entradas en el blog… Y junto a todas ellas, conversaciones con compañeras y amigos (géneros intercambiables plenamente) sobre la necesidad de replantearnos cómo se concibe la literatura infantil.

¿Qué le pedimos a un libro para niños? Tristemente la respuesta todavía sigue siendo similar en muchos casos. Que tenga moraleja, que les enseñe algo, que les transmita valores. Hay esperanza, sin duda la hay y como ya he dicho existe mucha gente haciendo maravillas por y desde la LIJ, pero creo que el grito sigue siendo necesario. Y creo que es extensible a muchas otras áreas fuera de la literatura.

Estamos (hablando desde un nosotros general y asumiendo la parte de culpa que me toca) empeñados en buscarle la utilidad a todo, empeñados en aprovechar nuestro tiempo al máximo para sacarle rendimiento a toda actividad que nos propongamos. Y, evidentemente, hemos transmitido eso a la visión que tenemos de la infancia y a las necesidades que le hemos presupuesto a los pequeños. Hablo de actividades escolares y extraescolares sin fin, promovidas desde un “esto le va a venir muy bien”. Hablo de acercamientos a la literatura que tienen más en mente el aprendizaje de contenidos, destrezas o rutinas, que el propio disfrute.

¿Qué le pido a un libro para niños? Pues lo mismo que le pediría a un libro para adultos: que abra puertas, que despierte mentes, que entretenga, que divierta, que saque una sonrisa, que saque una lágrima… No tiene que hacer todo eso a la vez, tranquilidad, pero esas tendrían que ser las gafas con las que miremos las historias cuando pensemos en qué poner en manos de los jóvenes lectores.

Lo mejor que puede hacer un libro infantil es poner un granito de arena más en el complejo mecanismo de crear lectores. Literatura infantil como un fin en sí mismo o, si me apuran, como un fin para crear lectores. Literatura como diversión, como goce, como entretenimiento. Los conocimientos los van a adquirir, de verdad que los adquieren, pero el gusto por la lectura, la capacidad de retar la mente, las ganas de conocer más… eso es un aprendizaje mucho más complejo. Y ahí creo que es donde todavía nos queda camino que recorrer y gritos por lanzar.

Recientemente pasaba una compañera por mi mesa y me preguntaba qué estaba haciendo; le enseñé un álbum que tenía entre manos y le invité a leerlo. Ella es investigadora de comportamientos de los consumidores en entornos online, una compañera tremendamente familiarizada con la LIJ, como os podéis imaginar. El caso es que al principio lo hojeó sin mucha atención, bastante tranquila; luego la vi que volvía sobre sus pasos, pasando páginas hacia delante y hacia atrás, aunque con cierto sosiego aún. Acabó el libro, lo cerró y me hizo alguna pregunta. Como respuesta, le aconsejé fijarse en un par de detalles del álbum que le habían pasado desapercibidos. Entonces empezó un frenesí de páginas para uno y otro lado, adelante y atrás, adelante y atrás. Cuando terminó su segunda lectura tenía muchas más preguntas (ay, maravillosa magia de la literatura). Se quedó con los ojos como platos y, mientras se alejaba de mi mesa, me gritó “mae, ¿tú investigas eso? Tú te vas a hacer de oro, ¡qué maravilla!”.

Evidentemente se me escapó una sonrisa entre irónica y resignada ante la idea de hacerme de oro con esto de la LIJ. Pero solo por ver su cara y por ver la cara de muchos pequeñajos con los que comparto cuentos de vez en cuando, la inversión merece la pena con creces. Pero necesitamos buscar ese brillo y esos ojos como platos, en lugar de aprendizajes paralelos, transversales e intergalácticos.

 

 

Por cierto, el libro que le puse en las manos a mi compañera era En el zoológico, de Suzy Lee. Una no se anda con chiquitas cuando quiere que le explote el cerebro a la compañera investigadora de behavioural economics.